Historia de Lourdes
Historia de Lourdes
Esta es la crónica de los dieciocho encuentros
El año 1858, la Virgen María se apareció dieciocho veces en la gruta de
Massabielle, en Lourdes, a la joven de 14 años Bernadette Soubirous, en
un periodo de tiempo que va del 11 de febrero hasta la tarde del 16 de
julio. Estas breves notas de la crónica de aquellos días (sobre todo
como ayuda para revivirlos en la oración), evocan los hechos principales
y algunas de las palabras y testimonios referidos en aquellos días por
la propia Bernadette
Bernadette sale de casa con su hermana Toinette y su amiga Jeanne Baloum
para recoger leña en el bosque municipal cerca del río Gave. Al no
poder cruzar el río sin mojarse los pies, empieza a descalzarse, cuando,
citando sus palabras, «oí un ruido como un fuerte viento». Vuelve la
cabeza, pero los chopos que están detrás de ella no se mueven.
«Entonces», refiere, «seguí descalzándome». De nuevo el ruido del
viento. Esta vez mira en dirección de la gruta, que se ilumina, y en
esta luz se le aparece a Bernadette una figura blanca que sonríe. «Tenía
un vestido blanco, un velo también blanco, una cinta azul y una rosa
amarilla en cada pie. También su rosario era amarillo. Me quedé
sorprendida. Creyendo engañarme, me restregué los ojos, y volví a mirar.
Veía siempre a la misma señora. Metí la mano en el bolsillo donde tenía
el rosario. Quería hacer la señal de la cruz, pero no pude llevar la
mano hasta la frente. La mano me caía. Entonces, el miedo se apoderó de
mí y la mano me temblaba. Pero no huí. La dama tomó el rosario que
sostenía entre sus manos e hizo la señal de la cruz; intenté hacerlo una
segunda vez y lo conseguí. No bien hice la señal de la cruz, el gran
miedo que sentía desapareció. Me arrodillé y recé el rosario con la
bella señora. La visión hacía pasar las cuentas de su rosario sin mover
los labios. Al acabar el rosario me hizo señas de que me acercara, pero
yo no me atreví. Entonces la bella señora desapareció improvisamente».
En
el camino de vuelta Bernadette les habló a su hermana y a la amiga de
lo que había visto y se hizo prometer que no lo revelarían a nadie, pero
Toinette se lo contó a sus padres que, por la noche, interrogaron a
Bernadette y le prohibieron ir de nuevo a la gruta. Después de esta
primera aparición, que ocurrió en torno al mediodía, todas las demás se
verificaron por la mañana menos la decimocuarta y la decimoctava que
ocurrieron por la tarde.
Era el domingo antes del Miércoles de Ceniza. Cuenta Bernadette: «El
domingo siguiente volví a la gruta por segunda vez. Me acuerdo muy bien
porque sentía una fuerza interior que me empujaba. Mi madre me había
prohibido ir. Después de la misa solemne, fui con mis dos compañeras a
pedirle a mamá que me dejara ir a la gruta. Ella no quería. Tenía miedo
de que me cayera al agua y de que no volviera a tiempo para asistir a
las vísperas. Yo le prometí que volvería a tiempo. Y me dio permiso para
ir. Antes de salir hacia la gruta me acerqué a la parroquia con un
frasquito para tomar un poco de agua bendita. Al llegar al lugar cada
una tomó su rosario y nos arrodillamos para rezarlo. Acababa de terminar
la primera decena del rosario cuando vi a la misma señora.
Inmediatamente comencé a echarle agua bendita diciéndole que, si venía
de parte de Dios, se quedara y si no que se fuera. Y me apresuraba a
echarle agua. Ella me sonreía e inclinaba la cabeza».
Bernadette cae
en éxtasis, sus compañeras no consiguen moverla y huyen asustadas a
pedir ayuda. El molinero Nicolau, con toda su fuerza, consigue con
esfuerzo separarla de allí. Las voces empiezan a correr. La madre se
preocupa y le prohíbe de nuevo que vuelva a la gruta.
La rica señora Milhet, llevada por la curiosidad, consigue que la madre
le dé el permiso de acompañar a la niña a Massabielle, y le ordena a
Bernadette que le pregunte el nombre a la figura que se le aparece, y le
da papel, pluma y tintero: «¿Tendría la bondad de escribir su nombre?».
Bernadette oirá por primera vez la voz de esa señora, que responde: «No
es preciso». Y con sorprendente amabilidad le pide a Bernadette:
«¿Tendrías la bondad de venir aquí durante quince días?». Refiere
Bernadette: «Yo le dije que sí. Además, añadió que no me prometía la
felicidad en este mundo, pero sí en el otro. Volví a la gruta durante
quince días. La visión se me apareció todos los días, a excepción de un
lunes y un viernes».
La aparición dura un cuarto de hora. Bernadette lleva consigo un cirio
que le ha dado su madrina, Bernarde Castérot, que la acompaña a la gruta
con una decena de personas. La bella señora se limita a sonreír en
silencio y Bernadette le responde con gestos: «Saludaba con las manos y
la cabeza» cuenta su amiga Josèphe Barinque: «Daba gusto verla. Era como
si en toda su vida no hubiese hecho otra cosa que aprender a hacer esos
saludos. Yo no hacía más que mirarla».
Cuando Bernadette comienza el rosario esperando que se le aparezca la
blanca señora, hay a su alrededor treinta personas. También este día, 20
de febrero, la visión dura un cuarto de hora. Durante todo el encuentro
los párpados de Bernadette «no se cierran, ni siquiera cuando agacha la
cabeza para saludar», dice Rosine Cazenave.
Tampoco esta vez, primer domingo de Cuaresma, la señora habló, sólo
gestos y sonrisas. Por la tarde, el comisario Jacomet convencido de que
la historia es un montaje interroga a Bernadette. En esta ocasión usa el
término “Aquerò”–que en el dialecto de Lourdes quiere decir “aquello,
eso”– para referirse a lo que ve: «Entonces, Bernadette, ¿vas todos los
días a Massabielle?». «Sí, señor». «¿Y ves algo bonito?». «Sí, señor».
«¿Así que ves a la santa Virgen?». «Yo no digo que he visto a la santa
Virgen». «Ah, bueno. Tú no has visto nada». «Sí. Algo he visto». «¿Qué
has visto?». «Algo que era blanco». «¿Algo o alguien?». «Aquerò tiene la
forma de una joven». «¿Y no te ha dicho: soy la santa Virgen?». «Aquerò
no me lo ha dicho».
Obedeciendo a las amenazas del comisario, el padre de Bernadette le
prohíbe volver el lunes a la gruta. Ella al principio obedece, pero por
la tarde siente una fuerza irresistible que la empuja de nuevo a
Massabielle. Sin embargo, no se verifica la aparición. El día siguiente,
sus padres le dan permiso y esta vez la aparición dura una hora, ante
una multitud de ciento cincuenta personas. Durante el éxtasis, Elénoire
Pérand, que un año después se hará monja de San Vicente de Paúl, pincha a
Bernadette con un alfiler. La joven no reacciona al dolor. Aquerò le
enseña una oración solamente para ella, que desde entonces Bernadette
rezará todos los días de su vida, y le revela tres secretos, que dijo
Bernadette se referían sólo a ella.
Este día la bella señora tiene por primera vez un mensaje para todos:
«Hoy Aquerò ha pronunciado una nueva palabra: ¡Penitencia! Añadió
también: “Rogad a Dios por la conversión de los pecadores”. Y yo
contesté: “Sí”. Me preguntó si esto me acarreaba molestias. Le dije que
no. Luego me rogó que subiera de rodillas hacia el fondo de la gruta y
que besara la tierra en señal de penitencia por los pecadores».
Este día surge el manantial de agua situado al fondo de la gruta y que
hoy alimenta las piscinas y las fuentes de Lourdes. Ante quinientas
personas, Bernadette empieza a subir de rodillas la ligera cuesta que
llega al fondo de la gruta, besando la tierra. Sigue las indicaciones de
Aquerò y excava un pequeño agujero con las manos y después de tirar el
agua por tres veces, porque estaba sucia, a la cuarta logra beberla.
Esta vez Aquerò se limita a sonreír. Bernadette hace lo mismo que dos
días antes: besa la tierra, va hacia el fondo de la gruta y bebe de
nuevo el agua que mana de la tierra.
Un oficial enviado para controlar la situación cuenta la presencia de
1.100 personas durante la aparición, que se desenvuelve como el día
anterior. Por la tarde Antonie Clarens interroga a Bernadette sobre los
“extraños” ejercicios que Aquerò le manda hacer: «La visión me los ha
mandado como penitencia», responde, «ante todo por mí y luego por los
demás». Clarens le pregunta: «¿Le ha hecho alguna comunicación… o
encargado alguna misión?». «No, aún no». Por la tarde algunos canteros
de Lourdes van a la gruta y excavan en el punto donde Bernadette se
agachaba para beber. Desde ese momento el agua comienza a manar
abundante y límpida.
Ante 1.500 personas, Bernadette repite los mismos gestos de penitencia.
Antoine Dézirat, joven sacerdote, asiste de cerca: «Bernadette, pasando
las cuentas de su rosario, movía apenas los labios, pero de su actitud,
de los rasgos de su cara, se veía que su alma estaba en éxtasis. La
sonrisa superaba cualquier expresión … Bernadette era la única que veía
la aparición, pero todo el mundo parecía sentir su presencia… Yo creía
estar en la antesala del Paraíso». Más tarde, Catherine Latapie, una
joven embarazada que tenía paralizada una mano, se siente empujada hacia
la gruta, mete la mano en el agua del manantial y queda curada de su
enfermedad. Será el primer milagro reconocido por la Iglesia y atribuido
a Nuestra Señora de Lourdes.
Martes: decimotercera aparición. Así recuerda Bernadette los hechos de
aquel día: «Ella me dijo que yo debía decirle a los sacerdotes que se
construya una capilla aquí. Fui a buscar al señor párroco para
decírselo». El mensaje es recibido con frialdad. El párroco Peyramale
duda. Bernadette insiste para que se construya «una capilla, aunque sea
pequeñísima». «Pues bien», responde Peyramale, «que antes diga su nombre
y que haga florecer el rosal de la gruta, luego le haremos la capilla,
que no va a ser pequeñísima. Será grandísima».
Por la mañana, Aquerò no se aparece. Lo hará por la tarde, a las 21,
explicando el motivo del “retraso” con estas palabras: «No me has visto
esta mañana, porque había personas que vinieron para observar el
comportamiento que habrías tenido ante mí, personas que no eran dignas».
Bernadette le pregunta a Aquerò su nombre, pero ella no responde,
limitándose a sonreír.
Es el último de los quince días. La aparición se repite ante una
multitud enorme que espera una señal clara para todos, pero queda
decepcionada. Al final del rosario rezado ante Aquerò, Bernadette se
interrumpe dos veces antes de terminar una de esas señales de la cruz
que asombraban a los presentes por su belleza y sencillez. Su prima
Jeanne Védère le pregunta: «¿Por qué has recomenzado tres veces a
hacerla?». «Aquerò no la había hecho aún. No podía llevar la mano a la
frente». «¿Por qué a veces estabas alegre y a veces triste?». «Yo estoy
triste cuando Aquerò está triste, y sonrío cuando sonríe».
Una fuerza interior empuja a Bernadette a volver a Massabielle. Aquerò
está de nuevo allí y Bernadette repite la pregunta que el párroco le ha
sugerido: «Señorita, ¿tendría la bondad de decirme quien sois, por
favor?». Aquerò sigue sonriendo en silencio, pero Bernadette esta vez
insiste. Entonces, levantando los ojos al cielo y juntando las manos a
la altura del pecho le responde: «Que soy era Immaculada Councepciou/ Yo
soy la Inmaculada Concepción». Bernadette no comprende el sentido de
estas palabras. Durante todo el camino de la gruta a la casa del párroco
las va repitiendo en voz alta para no olvidarlas. El párroco se queda
de piedra. «¡Una señora no puede llevar ese nombre! Te equivocas, ¿sabes
qué quiere decir?». Bernadette se limita a repetir esas sílabas tal y
como las ha oído. Peyramale sabe que la niña, en su ignorancia, no puede
haberse inventado una definición dogmática. El párroco se emociona.
Es la aparición del llamado “milagro del cirio”. La llama del cirio que
Bernadette tiene en sus manos durante la visión por un cuarto de hora
roza las palmas de las manos de Bernadette sin quemarla. El doctor
Dozous, al ver el fenómeno, se convierte. En esta ocasión la santa
Virgen renueva la petición de que se construya una capilla en aquel
lugar.
Al atardecer, Bernadette se siente de nuevo llamada a la gruta. La santa Virgen estaba allí, como la primera vez, para un encuentro silencioso, el último aquí en la tierra. «¿Qué te ha dicho?», le preguntan sus amigas: «Nada». Le basta haberla visto. Y concluye: «No la había visto nunca tan bella».